A principios del siglo XIX, la presencia de los países europeos en el continente africano se había reducido a factorías comerciales en la zona costera occidental que habían constituido enclaves importantes para el tráfico de esclavos y de otros productos como el marfil. En el transcurso de la centuria, el crecimiento de la producción industrial y el mejoramiento de los medios de transporte llevó a las potencias europeas a posicionarse en el norte de África y a penetrar en regiones del continente que habían permanecido fuera de su dominio, en busca de mercados para sus productos, materias primas y territorio. Las exploraciones europeas al interior del continente entre 1795 y 1854 descubrieron al mundo las principales características de estas regiones.
El control sobre la zona adquirió mayor importancia con la construcción del canal de Suez, inaugurado en 1869, que establecía una ruta directa con el comercio asiático.
A pesar de que varias naciones europeas habían declarado ilegal la trata de esclavos (Gran Bretaña en 1807, Holanda en 1814 y Francia en 1818), esta actividad siguió siendo lucrativa en África occidental durante la primera mitad del siglo XIX; a la par, las expediciones al interior del continente buscaban nuevas rutas y objetos para “un comercio nuevo y legítimo” (Oliver, 1997: 92). La explotación y comercio de algunos productos naturales, como el aceite de palma, se vieron favorecidos por medios de transporte novedosos como el barco de vapor; asimismo, las naciones europeas iniciaron una carrera por apropiarse de territorio, símbolo del colonialismo, en la que poblaciones y reinos nativos serían vencidos y sometidos gracias al potencial bélico de los europeos. De hecho, en los setenta, Gran Bretaña y Francia “habían considerado la idea de dividir el África occidental en esferas de influencia, en las que sólo las firmas de uno u otro país tendrían derecho a comerciar” (Oliver, 1997: 147). Los intereses colonialistas de Alemania en África, con un potencial industrial y bélico significativo, inauguraría una nueva época en el proceso de colonización del continente africano, tal y como quedaría consignado en la Conferencia de Berlín (1884-1885).
Convencidos de la superioridad europea, los colonos se fueron apoderando de las mejores tierras y desplazaron a los antiguos habitantes hacia espacios menos productivos. A mediados del siglo XIX, en el territorio hoy conocido como Sudáfrica, existían dos colonias británicas, dos repúblicas boérs (antiguos colonos holandeses) y numerosos reinos africanos; con una población aproximada de 300 mil blancos y entre 1 y 2 millones de africanos. El descubrimiento de grandes yacimientos de diamantes en 1868, aceleró el proceso de dominación y explotación sobre los africanos negros, transformados en mano de obra para el trabajo en las minas, excluidos de los beneficios económicos, segregados y discriminados por la población blanca.