En el siglo XIX el mundo fue testigo de la consolidación política y económica de la burguesía. Las ideas liberales se fueron consolidando a la par que las relaciones capitalistas de producción lo hacían, proporcionando así el marco legal que sustentaría la libertad para que los individuos fueran propietarios privados, lo que respaldaba, a su vez, la relación entre el trabajador desposeído de los medios materiales para realizar su trabajo y la burguesía, dueña de dichos medios.
Tales relaciones se expandieron hacia distintas regiones del planeta a la vertiginosa velocidad del ferrocarril, símbolo del progreso decimonónico, ya fuera adoptando los avances de la revolución industrial o como consumidores de la masa de mercancías que llegaban a lejanas regiones. Al igual que sucedería en el aspecto político, los liberales elaboraron la crítica al orden económico existente, enfocándose particularmente a las limitaciones del libre comercio. A esta teoría se le conoció como liberalismo económico cuyos principios siguen determinando, hasta la actualidad, la política económica de los países capitalistas.



