La independencia de México se logró a un costo muy elevado. Después de haber sido la colonia más rica de España, hacia 1821 el país se encontraba en la ruina económica, reflejada en el abandono de las minas, la reducción de la producción agrícola-ganadera, la interrupción del comercio interno, la salida de los capitales españoles y la bancarrota del erario público.
La actividad agrícola fue la de mayor dimensión y con ella se vinculaba la mayor parte de la población, principalmente a través de la explotación de unidades productivas como haciendas, ranchos y tierras comunales. Dichas unidades productivas se mantuvieron intactas en su esencia productiva; es decir, se mantuvo el rezagado nivel técnico por los siguientes 50 años sin mayores variantes. Por lo anterior, no surgieron, al menos de manera inmediata, otras formas de producir los bienes que los habitantes, en su mayoría población rural, necesitaban para vivir. En contraste, la actividad minera sí intentó aplicar algunas técnicas nuevas en las explotaciones más avanzadas ahora con capitales británicos.
El reto para la nueva clase gobernante era no sólo lograr la estabilidad política, sino también el crecimiento económico. Incluso se intentó recolonizar el territorio, atrayendo principalmente a extranjeros que quisieran poblar el norte de nuestro país.
El propósito era fomentar el desarrollo de la industria y en 1828 se dictó una ley para la naturalización de los extranjeros. México necesitaba del reconocimiento internacional, mismo que aprovechó Inglaterra para imponer sus condiciones comerciales, así como en los empréstitos y quedándose al frente de las minas más rentables.